Bestiario

Mientras buscaba dónde estacionar, recordé que ir a un partido de fútbol no dista mucho de entrar en un recinto lleno de bestias.
Faltando más de una hora para el pitazo inicial, ya están despertando en los alrededores del estadio. Delante de mí, tres conductores poseídos luchan por un lugar. Todo sirve con tal de llegar al templo; incluso dejar el auto sobre la vereda aprisionado entre un árbol y la puerta de una casa. Tomamos otro camino y encontramos la suerte: el momento exacto en que un auto huía dejando su lugar.
Estacionamos, pagamos por adelantado al cuidacoches de la cuadra, ya que parece ser la única forma de controlar a su bestia para que no decida hacer lo contrario a cuidarte el auto, y empezamos a caminar hacia el estadio. Ya se oían los cantos a la distancia. Con los pasos, el volumen aumentaba y el suelo vibraba.
Estábamos por entrar al Bestiario.
Ya en mi lugar, con un mate en mano, presto atención a mis alrededores. El sonido de los bombos retumba como si fuesen latidos de un corazón, y los aromas varían entre ráfagas de marihuana y vapo de frutilla.
Cuelgan banderas con frases intensas:
"La vida es una sola y por vos la daría".
"Voy sin pensar".
"Les duele".
Frases que dejan ver que quienes congregan en este estadio son bestias de un tipo particular, y quienes visitan hoy —el equipo rival— representan otro grupo; el grupo al que “le duele”. Existen facciones de bestias, agrupaciones de personas poseídas por la misma cepa del Virus de la Posesión. Fanáticos de un cuadro de fútbol, del fitness, del café, de un partido o ideología política. El sentido de pertenencia que la agrupación genera es a veces tan fuerte que desarrolla hostilidad hacia quienes son percibidos como la “competencia”. Un ejemplo de esto pudo oírse cuando un silbido ensordecedor destruyó mis tímpanos: el equipo rival había salido al campo de juego.
Con los equipos en cancha y a minutos de comenzar el juego, el cielo celeste había quedado oculto por una mezcla de humo de colores e infinitos recortes de papel. Una escena bien pintoresca para los presentes, no tan así para quienes tengan que lidiar con la limpieza de las instalaciones.
De repente, algo me llamó la atención...
El plantel local formó una ronda y, a medida que iban acercándose y cerrando el círculo, haciéndolo cada vez más pequeño, el cántico de las bestias en las gradas se volvía más fuerte. Fue como un ritual, un momento sagrado que nos ubicó a todos en la misma frecuencia, en sintonía para lo que estaba por venir.
Pelota en movimiento...
Algunos tienen rituales propios, como la señora que se sienta a mi lado tomando apuntes de todo lo que pasa. Lleva a cada partido una hoja en blanco con cuatro cuadrantes: amarillas, rojas, sustituciones, goles. Cuando ocurre alguna de esas situaciones, toma su lapicera, alisa el papelito y anota el minuto de la acción y el nombre del involucrado. Una pequeña dosis de locura...
Hay distintos grados de bestialidad. Algunos están infectados con un virus que no tiene vuelta atrás; sentados sobre pinchos en la cima de un alambrado de seis metros, con las caras cubiertas para no ser identificados.
Otros sufren de posesión explosiva; son verbales. Se ponen de pie y gritan furiosos cosas irreproducibles a un juez que se encuentra a varios metros de distancia, como si este fuera a recibir el mensaje.
Y otros sufren en silencio, posesión sigilosa. Apenas hablan durante el partido, pero si prestás atención a su cuerpo podés notar la tensión, el temblor de sus manos y alguno de sus pies moviéndose de abajo hacia arriba como un subibaja acelerado. La bestia les ruge por dentro.
Yo soy uno de estos...
Ver un partido se asemeja a ver una buena película. Cuando esta nos atrapa, no estamos viendo al protagonista. Somos el protagonista. Comprendemos sus deseos y aspiraciones. Detectamos obstáculos en su camino y las oportunidades que se le presentan. Lloramos cuando la historia da un giro inesperado y nos alegramos cuando alcanza sus objetivos.
Algo parecido pasa cuando juega nuestro equipo.
En nuestra mente, somos los jugadores. Vemos los espacios y nos molestamos cuando nuestro pase no resulta como lo planificamos. Sentimos la adrenalina en el cuerpo indicando la posibilidad de gol cuando se da un contraataque bien armado. El triunfo se siente nuestro, y la derrota también.
Algo que evidencia el estado de inmersión es que la gente empieza a ver lo que quiere ver. Cuando hay una jugada sospechosa a favor de su facción, la interpreta según convenga. Ante una falta no cobrada por el juez, pude oír a alguien diciéndole “¡Tremenda falta!” a su acompañante, quien respondió “Clarísima” a pesar de estar ubicados a más de una cuadra de distancia de la jugada y usar lentes. En paralelo, las bestias rivales sufren lo mismo: la falta siempre será inexistente para ellos.
Así como el estadio, existen diversos bestiarios donde las fieras se congregan. El tránsito en hora pico es un clásico. También lo pueden ser actos políticos, conciertos, marchas o redes sociales. Y resultaría útil ser consciente de ellos, ya que pueden representar un foco de contagio garantizado del Virus de la Posesión.
En el mejor de los casos, la posesión será saludable y temporal. Por un momento caeremos inmersos en alguna pasión, compartida y vivenciada junto a otros “locos” que nos comprendan. Un contagio intencional.
Pero si nos descuidamos y dejamos que La Bestia que llevamos dentro nos comande, la pasión se puede transformar en una enfermedad que nos lleve a priorizar la hostilidad por sobre lo demás, reforzando la historia del “nosotros contra ellos” en nuestra mente.
Al final, se trata de aprender cuándo aflojar y cuándo tensar la correa. Solo así podremos sacar a pasear a La Bestia sin que ella termine paseándonos a nosotros.
Para masticar...
¿Cuándo y dónde intenta, la bestia de tus emociones, liberarse de la correa?