El Cisne Negro
Cuando subí al avión, supe que algo andaba mal...
Era el año 2014 y estábamos por viajar con mi esposa. Yo recién me había graduado y, para celebrarlo, nos íbamos a Nueva York.
Tenía una leve molestia en el dedo gordo del pie izquierdo, que se hacía evidente cada vez que entraba en contacto con la tela de la zapatilla, pero no era lo suficientemente molesta como para preocuparme.
Cuando llegamos a la Gran Manzana, hicimos lo mismo que todos los turistas jóvenes sin hijos: caminar, caminar y caminar. Y cuanto más caminábamos, más sentía la tela de la zapatilla presionando el dedo gordo, como si alguien lo estuviera empujando cada vez con más fuerza.
Me vi forzado a cambiar de calzado; me puse las chancletas. Pero la ausencia de la tela no fue suficiente para calmar el dolor.
Hasta que apareció la sangre... y ahí supe que la cosa iba en serio.
Llamé al seguro y me dieron la dirección de una clínica de la zona. Nos costó encontrarla. Me imaginaba una clínica en Nueva York como un lugar digno del primer mundo: un gran edificio con extensa explanada, pero esta estaba camuflada entre otros comercios, sin cartel ni personalidad que la distinguieran.
La sala de espera era oscura, con uno de esos ventiladores de techo ruidosos, de los que cuelgan tiritas de las aspas de metal. En la mesita auxiliar había una revista que seguramente llevaba varios años ahí, con la tapa decolorada por el rayo de sol que se escabullía entre las cortinas de tela.
Pasamos a un consultorio sin ventanas, de paredes pintadas de un celeste intenso, donde nos esperaba la doctora que supuestamente me salvaría el resto del viaje. Me sentí raro, con la intuición de que algo no encajaba. Ella miró mi dedo, hizo un gesto de sorpresa y luego pronunció las palabras:
—Te lo voy a arreglar.
Se desplazó hasta la mesa de herramientas, preparó sus implementos y volvió a acercarse en su silla giratoria como de computadora. Traía una jeringa con una aguja larga como el dedo índice de una mano.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Te tengo que poner anestesia primero.
Mi intuición ahora gritaba: “¡Salí de ahí!” Pero elegí confiar. Después de todo, estaba en el primer mundo. Esta gente tiene que saber lo que hace...
La doctora colocó la punta de la aguja en la parte superior de mi dedo, justo antes de la unión con la uña, y empezó a inyectar la anestesia. El líquido avanzaba a paso de tortuga, como si le costara entrar por lo viscoso que era. Fue un instante que duró una eternidad. Lo recuerdo como el peor dolor que he sentido en mi vida.
Aguanté todo lo que pude, pero llegó un momento en que no pude más. Miré a mi esposa y a la doctora, a estas alturas siluetas borrosas, y les dije:
—Creo que me voy...
Saltaron de sus asientos, desesperadas, y esa fue la imagen final antes de que todo se apagara.
Al rato abrí los ojos y me encontré en el mismo lugar, solo que ahora había un paramédico a mi lado con un tanque de oxígeno. Mi esposa lloraba de nervios, que se potenciaban por la barrera del idioma; no entendía nada de lo que le decían.
Me sacaron en camilla por las calles de Nueva York y me subieron a una ambulancia con destino al hospital Lenox Hill, donde me atendió un médico idóneo. Me hizo estudios para corroborar que todo estuviera bien y me curó el dedo con la sutileza que la otra doctora no había tenido.
Había vivido un Cisne Negro.
A veces, la vida nos sorprende con eventos totalmente inesperados que tienen un impacto enorme en nuestro camino. Nassim Nicholas Taleb, un autor libanés-estadounidense, llama a estos sucesos “Cisnes Negros”.
Según él, un Cisne Negro es un evento que cumple tres características: es una sorpresa para quien lo experimenta, tiene un efecto significativo y, después de ocurrido, tendemos a racionalizarlo como si hubiera sido predecible.
Un ejemplo a gran escala, y salvando las distancias, obviamente, es el ataque del 11 de septiembre. Para la mayoría del mundo, fue un acontecimiento completamente inesperado que cambió el curso de la historia. Sin embargo, tras el hecho, surgieron numerosas teorías que intentaban explicar cómo y por qué sucedió, creando la ilusión de que podía haberse anticipado.
Estos eventos nos llevan a reflexionar sobre la fragilidad y la imprevisibilidad de nuestras vidas. Incluso en nuestra propia experiencia, pequeños acontecimientos pueden desencadenar una cadena de sucesos que, en retrospectiva, parecen tener sentido pero que jamás hubiéramos podido prever. Como lo que aconteció algunas semanas antes de nuestro viaje a Nueva York: el origen del primer eslabón de esa cadena.
Me encontraba una tarde en casa y se me antojó comer mi postre preferido: queso y dulce. Descalzo, me paré frente a la heladera. Era una de esas altas, con freezer abajo, lo que significa que los alimentos están al alcance de la mano pero a una mayor distancia del suelo. Apenas comencé a abrir la puerta, sentí que algo se había movido de su sitio, pero seguí adelante sin pensar demasiado.
De una altura de un metro y medio, cayó un plato como un misil teledirigido a mi dedo gordo. Sobre él, un bloque de dulce de membrillo de unos 900 gramos. El borde, grueso y pesado, impactó justo en la base de la uña. Se desató una cadena de eventos tales como visitas a cirujanos, operaciones, podólogos, uñas encarnadas que, en retrospectiva, tejen una narrativa estelar, pero que cuando los viví nunca imaginé que culminarían en un Cisne Negro: el desfile en camilla por las calles de Manhattan.
Me resulta interesante pensar cómo la vida tiene muchos eventos así, algunos con impacto negativo como este que acabo de narrar, pero muchos otros con el potencial de cambiar las cosas para bien.
Algunos afectan a las grandes masas—una crisis económica o la creación del iPhone—y otros son bien personales: el día que descubriste alguna pasión o cuando te cruzaste por primera vez con la persona que cambió tu vida. Se me viene a la mente el día que me contactaron por LinkedIn desde una empresa desconocida, WyeWorks, ya hace más de nueve años.
Y algo me dice que si bien estos eventos, estos Cisnes Negros, son impredecibles, hay cosas que podemos hacer para aumentar las posibilidades de vivir uno de los positivos, o resistir y prosperar cuando uno nos pega con fuerza.
Cosas para volvernos, como diría Taleb, antifrágiles.
Para masticar...
¿Qué evento inesperado te cambió para siempre o te enseñó algo esencial sobre vos mismo?