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Vínculo sagrado

Vínculo sagrado

Se me ocurrió organizar la cocina.

Quería que el ambiente me invitara más a cocinar.

Liberé casi por completo la mesada principal, salvo por un taco para cuchillos que compré para la ocasión y la infaltable máquina de espresso. Así podría apoyar las tablas de corte con comodidad y tener siempre a mano las herramientas para cortar.

Sobre la mesada, contra la pared, fijé una barra metálica que, de un lado, sostiene el rollo de papel de cocina y, del otro, cuelga en ganchos pequeños las tazas y cucharas medidoras. Ya no tendría que volverme loco buscando la correcta en un cajón plagado de implementos —casi claustrofóbicos— que rara vez se usan.

Ubiqué un recipiente en la sección de la mesada que está entre la pileta y la cocina, con los utensilios que uno quiere tener a mano cuando está frente a los quemadores: pinza, espumadera y espátulas.

El espacio tenía que ser, ante todo, funcional. Y lo había logrado.

Pero, con el paso de los días, empecé a notar algo…

Cada mañana, al terminar de preparar el desayuno, me aseguraba de lavar, secar y guardar la sartén en la que había cocinado el huevo frito. Cuando terminaba de comer, llevaba todo a la cocina, lo enjuagaba y lo colocaba en el lavavajillas. El espacio tenía que estar inmaculado. Lo que antes sentía como una tarea forzada, ahora lo hacía con gusto.

¿Por qué había pasado de sentirlo como una “tarea” a disfrutarlo?

Creo que hay algo ahí, en ese vínculo que se forja entre la persona y su solución, que es sagrado. Y tratarlo como tal es clave cuando uno busca resolver el problema con éxito.

Cuando elegí la sartén para freír huevos, pasé un largo rato mirando opciones en Internet y visité no menos de tres bazares para comparar modelos. Me aseguré de que tuviera el tamaño justo para dos huevos, un buen material antiadherente y el peso adecuado para no dar “vibras” de baratija.

Me apresuro a lavarla con una esponja suave para proteger la superficie, secarla y guardarla en la parte superior de la pila de sartenes, evitando rayones por el contacto con sus pares. Todo eso forma parte de mi proceso mental, de mi lucha con el problema, y es lo que me lleva a cuidar la sartén como si fuera única en este planeta.

¿Sería lo mismo si otra persona me hubiera organizado la cocina y, al terminar, me dijera: “Listo, Rodri, todo tuyo”?

Tal vez elegiría una mejor ubicación para mis cuchillos o me traería una sartén no disponible en el mercado. Pero, por más buena que fuera su sartén, no vendría con las horas de esfuerzo y pienso que hubo detrás de la compra de la mía. Eso es lo que genera el cariño y el significado necesarios para que cuidarla sea casi un placer.

El vínculo sagrado no existiría.

Me doy cuenta de que no siempre respeto ese vínculo cuando delego tareas. Diseño una solución a mi gusto y luego le pido a otro que la lleve adelante. Termino “organizando su cocina”. El lazo, técnicamente, se genera, pero no con quien debería.

El desafío primordial al delegar es emocional. Implica soltar nuestra propia solución y dejar espacio para la creatividad del otro, permitiéndole enfrentarse al problema, encariñarse con él y construir ese vínculo sagrado. Requiere estar dispuestos a confiar y aceptar una solución que, independientemente de si es mejor o peor, siempre será distinta a la que habíamos imaginado.

Esto desata una lucha interna con La Bestia, esa voz crítica que llevamos dentro. Debemos estar preparados para gestionarla cada vez que intente señalar falencias o diferencias en la solución del otro, porque cada ataque de La Bestia tiene el potencial de dañar ese vínculo.

Porque es en esa unión —encariñada, casi íntima— entre la persona y su solución donde sucede la magia que mantiene la cocina organizada.

Para masticar...

¿Cómo manejás a La Bestia cuando te susurra críticas sobre la solución de otra persona?